sábado, 17 de septiembre de 2011


Buenas tardes, hoy os dejo un relato corto que escribí hace ya algunos años. Espero que os guste y disfrutéis con su breve lectura. Para cualquier objeción podéis publicar vuestros comentarios. ¡Saludos!

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Las paredes poseían la pulcritud y blancura que solo la cal consigue aportar a la centenaria piedra. El cortijo era grande, de altas paredes y techos lejanos con anchas vigas, de madera astillosa y verticales. Los portalones de haya, de madera tallada y picaportes vistosos. Pesadas puertas que requerían la fuerza de un adulto para abrirlas. Uno de mis lugares favoritos era el patio. Se situaba en el centro del cortijo, era un lugar con magia natural. La fuente central emanaba agua cada mañana y cada tarde; estaba recubierta de azulejos, estos únicos, encargados por el padre de mi abuela y hechos cada uno con un diseño diferente. El encanto del patio no era solo la fuente sino también las flores y macetas que allí había. Tan variadas como sus colores y formas, sus aromas en primavera eran una de mis sensaciones más especiales. Colgadas, brotaban y caían delicadas.

En la planta inferior, había dos grandes salones: uno comedor con mesa para veinte comensales; el otro, sala de estar con confortables sillones, una enorme chimenea y las paredes llenas de bellos cuadros y estanterías con libros; la cocina era larga, con encimeras de granito oscuro y un horno de leña; y el patio. En la planta superior, diez amplias alcobas decoradas con mobiliario de época y diferentes todas; de los baños lo que más disfrutaba eran las bañeras con patitas y los grifos adornados.

En aquella casa me sentía como el príncipe heredero de la más aristocrática estirpe. Recorría las habitaciones, y podía pasar tardes enteras entre volúmenes de libros o disfrazándome con ropas de mis antepasados junto con mis primos, reíamos felices, sin más prisas ni más preocupaciones que la deliciosa merienda de Martina. Miles de juegos, de historias que acababan con deliciosos dulces y vasos de leche tibia. No he probado en mi vida pasteles más ricos que los de ella.

Pero, sin duda, la afición que más satisfacción me daba era el campo. Hectáreas de tierra que me fascinaban y en la lejanía de estás las marismas. Las diferencias entre las tierras que pisaba me hacían disfrutar muchísimo, las tocaba, las sentía y la energía de estas me invadían. En las cercanías del cortijo el piso era de albero, amarillentas y brillantes tierras semejantes a las de la mismísima “Real Maestranza de Sevilla”, elegancia es la palabra con la que yo la definiría; al este de la finca la ruda tierra de secano cubierta de los padres de gotas doradas, olivos en los que nacían lustrosas aceitunas; en las marismas, por el contrario, finas arenas blancas que entre los dedos se escapaban.

No había sensación más placentera que cabalgar a lomos de los caballos del abuelo, acompañarlo a la cuadra y allí elegir a “Errante”, mi caballo favorito, un lusitano blanco de crines trenzadas. El abuelo los preparaba para montar, ambos, él con “Libertario” y yo con “Errante” nos emprendíamos para cabalgar durante horas. Cruzábamos los campos al galope, sintiendo en el cuerpo el azote de los vientos que en ráfagas nos golpeaban. El abuelo era un gran jinete, esa era su gran afición desde siempre y la dominaba a la perfección. No había caballo que se le embraveciera, aun me pregunto como sus rudas manos de ganadero producían en el animal tal relajación. Estaba tan acostumbrado a tratar con los caballos que podía predecir si iban a enfermar tan solo con observar sus ojos. No había profesión más adecuada para él que la que ejercía, mayoral. Pasaba el día entre ganados ocupándose de satisfacer sus comidas, saciar su sed y calmar sus males. Impresionaba como los animales de tan bravísimo carácter lo trataban como uno más, no como un amo sino como un compañero. Y esto era debido a que se desvivía por ellos y que desde recién paridos si estaban débiles incluso los amamantaba con biberón. Sentía especial cariño por los añojos a los que cuidaba como a hijos. Que bello y duro trabajo, aunque para él era una de sus mayores suertes. Al regresar a la cuadra me dejaba cepillarlos y premiar su fidelidad con zanahorias.

Algunos fines de semana, la abuela organizaba jaleosas fiestas flamencas. Nuestra familia contaba con muchísimas amistades de rama artista, guitarristas, cantaores, bailaores... Mi abuela había estado muy relacionada con ese mundo desde joven. Con solo 15 años un empresario de un afamado café la oyó cantar mientras ella tendía ropa en la azotea. Quedó tan impresionado que quiso saber de ella y se puso en contacto con su padre, pero a mi bisabuelo la idea de que su hija estuviera entre bambalinas no le hacía demasiada gracia. Cuanto tuvo que llorar ella y rogar por aquella oportunidad pero chocó con la mentalidad demasiado tradicional de sus padres. Nunca pudo terminar de perdonarles haber perdido la ocasión de su vida. Años más tarde, al casarse tampoco pudo realizar su sueño ya que tuvo que ocupar nuevos cargos con la cría de sus hijos. Por eso a ella toda fiesta flamenca le encantaba, y siempre que podía, con mucha frecuencia las organizaba. Colocábamos farolillos de colores en el patio y en la entrada, las sillas de aneas no faltaban y el vino abundaba. Eran fantásticas aquellas noches de clamor, de flamenco, notas de guitarras que armonizaban el taconeo de bailaores y los gorgojeos de las flamencas. Cuando ya caía la madrugada, mi madre y mis tías nos obligaban a acostarnos, pero nosotros seguíamos la fiesta en las habitaciones. Que grata la compañía de mis primos, eran cinco y conmigo seis, Paqui, Isabel, Rodrigo, Pepe y Alfonso. Reíamos y jugábamos, hacíamos travesuras, incluso tan precoces éramos que nos atrevimos a probar el vino, a penas nos mojamos los labios, aunque para nosotros fue una gran borrachera.

Mi numerosa familia reunida los veranos y mis vivencias en mi mundo infantil, en el cortijo “Con Ángel”, guardaron mis más bellos recuerdos de mi infancia. Y al acabar esa etapa de mi vida finalizó, sin duda alguna, la felicidad más pura que en mis años sentí. Ahora lejos de aquellas tierras que tan buena energía me transmitían, mis días se agotan tras los cristales de la marchita ventana de mi hogar aquí.

En mi tierra las cosas cambiaron y los lujos se terminaron. Tuvimos más suerte que otros y la oportunidad de marcharnos a una ciudad muy diferente a la Huelva de mis antepasados.

El viaje hacía nuestro próximo futuro fue muy largo. Embarcamos en Vigo, un triste día de diciembre en un buque cuyo nombre era “Monte Sarmiento”. Y llegamos a nuestro nuevo hogar. Como su nombre bien indica aquí los aires eran distintos, Buenos Aires. En esta ciudad, en este país, he vivido junto con mis padres y mis hermanos no con la abundancia de mi infancia, pero sí humildemente. Mis padres se esforzaron en darme oportunidad de estudiar y estudié magisterio para instruir en la educación a los jóvenes. Tuve la suerte de conocer a la argentina más guapa e inteligente de la ciudad y que aceptara casarse conmigo, un españolito emigrante. La conocí cuando tras terminar la carrera fui destinado a un instituto de la capital. Ella ejercía como profesora de literatura hispana. Yo impartía matemáticas. Que contraste más diferente, nuestras mentes lo eran, nuestros corazones tan semejantes. Sentí con solo posar mis pupilas en las suyas que debía conquistarla, porque ella sería la mujer de mi vida. Sus cabellos castaños, ligeros y ondulados; sus grandes ojos brillantes como luceros de color verde aceituna; su perfecta nariz; sus sensuales labios grosezuelos; su cuerpo semejante al contorno de la más suave guitarra; todo de ella era de una infinita belleza. Fue difícil conquistar a mi querida Malena. Su mente prodigiosa para las letras, para la música, su inteligencia.

Su españolito, me decía con dulzura, si, su españolito eso era yo, aquel español que la enamoró. Vivimos juntos durante treinta años y en estas tierras concebimos a nuestros hijos. De sangre española e hispana nacieron Antonio, Matías, Luciana y María. Los criamos y educamos en el respeto a todos y así crecieron y se marcharon.

Ahora me encuentro solo, tras la misma ventana que hace 30 años, mi esposa falleció una gris mañana de hace ya 5 años y mis hijos hacen su vida en solitario. Aunque mi historia ha transcurrido en esta ciudad, nunca me olvidé de mi Andalucía, pero hoy, que no hay más primaveras que me esperen, hoy, sé que vuelvo a regresar y no quiero más abrigo para allí que una bandera que hoy me sabe a libertad.


Desde la más lejana ficción, la cercanía de la realidad.

Dedicada a todos los emigrantes españoles.


María García.

Libertad_gg.

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