La realidad se nos escapa de las
manos como si de agua se tratara. Nadamos en un mar de propaganda cuya
intención es vaciar las mentes de sentido crítico para conseguir un único fin:
el consumo.
Sentir la necesidad de que un icono
proporciona la felicidad mientras los pequeños detalles de la vida pasan sin
apreciarlos. Las marcas determinan a las personas como en la antigüedad lo
hacía la profesión o el matrimonio. La falsa apariencia que otorgan ante la
galería. Un estatus social hipócrita y descontextualizado en un mundo
globalizado en el que niños africanos visten camisetas raídas con la publicidad
estadounidense o europea estampada.
Nos sentimos protagonistas en un
atentado propagandístico propiciado por la infinidad de la difusión. Nos
explota ante los ojos desde que alzamos la vista al despertarnos. A diario se
pierde la percepción de la sencillez, lo minimalista, en cuyo fondo reside la
esencia. El sendero por el que transcurre nuestra vida se distorsiona, se torna
inestable, a la mínima separación con el “Estado de la marca”. Se aprecia la
pérdida de la razón originada por el consumismo extremo, sus objetivos taladran
nuestras mentes hasta lograr la finalidad, comprar. Sin necesidad, casi siempre,
pero comprar. Adquirir, pelear por adscribirte a esa imagen y a su vez ella a
la imagen propia. En una palabra: aparentar.
Demasiados objetos e hipocresía en un
mundo tan vacío de valores. Montañas de cosas que de nada valen, porque
perdimos la razón y nos hemos quedado vacíos. Dejamos de creer en los
pensamientos, en analizar lo que nos sucede. El mundo de las ideas no solo
reside en las aulas o en los libros. Vendimos el alma del cuerpo, lo profundo
no se cotiza en bolsa a pesar de su abstracción. Aferrarse a la marca
corporativa que lejos de tendernos la mano nos oprime el seso manipulando
nuestras acciones. Un factor más que encauza vidas en una sociedad sin razón
con la resignación como base social imperante.