viernes, 1 de marzo de 2013




La atmósfera sepia desnuda la habitación dormida en el letargo que antaño engendró viveza. Eternas mentes dormitan mientras comen y hacen crujir entre sus dientes los restos del pan que otros sueñan masticar. 

Vibra en el aire el candor de un pasado mejor, de un presente fustigado con desgana. La calidez inunda y choca con los cuerpos, sin embargo la incipiente rutina golpea pronto con el helado aliento del recuerdo. 

Como la muerte en una esquina, acecha y espera paciente. Descuidando que nadie la mira, pasa desapercibida. El rostro reflexivo, frialdad en la mirada y manos pequeñas como castigo por querer abarcar lo que ni dios pensó crear.

La guadaña lejana permanece en pie, altiva, mientras los eternos transeúntes aparecen y desaparecen. El olor a café y a tibia leche no diluye el ayer pausado. La gente grita mientras el tiempo permanece quieto, viendo caer las hojas de un calendario, tan banal que es publicitario. 

Paciente, siempre a la espera; cambió su aspecto. El color siempre fue máscara cuya transparencia mentirosa reflejó lo que otros quisieron ver. Mas, las pupilas aletargadas no alcanzan a percibirla. Nunca  fueron conscientes.

Tiempo estancado. Susurros del devenir de voces, de la carencia  de palabras con significado y de significantes palabras enjauladas. Ya nadie se refugia en versos, las sombras continúan con su creciente empeño de vacío.

La vida que no es más que la espera, aguarda enlatada en habitaciones de color sepia, esas que huelen a manecillas quietas. La vida se esconde en las mismas esquinas que la muerte. Los muertos son los mismos vivos que duermen mientras una extraña los mira. 

María García